Mamá
- CalíopeBlogs
- 26 sept 2020
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 15 oct 2020
Lo vi de pie en el umbral de la puerta y mi cuerpo se congeló al instante. Un niño castaño, de ojos color cielo y que parecía ciertamente perdido analizaba con detenimiento el suelo de la entrada de mi hogar.
-Estaba al lado de la carretera, solo. Tiene suerte de que lo hallara. -habló el policía.
Un forzoso agradecimiento no pareció bastarle al oficial que se encontraba al lado del pequeño, así que sonreí de la manera más creíble posible. Mi pintalabios rojo y los dos hoyuelos alrededor de mis mejillas parecieron resultar, ya que se retiró sin hacer ninguna pregunta.
-Hasta luego, que tenga una linda tarde. -saludó con la mano mientras se alejaba. Sus palabras erizaron mi piel.
No comprendía cómo podía ser posible, ninguna respuesta lógica aparecía en mi mente, sin embargo, lo invité a entrar. Se encerró en su habitación toda la tarde, y escuché cómo reía mientras jugaba hasta que se hicieron las diez de la noche. En ese momento, lo llamé para la cena. Mis manos temblaron al entregarle el plato, y mi mirada me traicionó al clavarse sobre la suya. Sus ojos transmitieron demasiado; negros, oscuros, vacíos y sin alma. Era tan misteriosa y lúgubre su aura que aparté la vista, no podía mantenerme a su lado por un segundo más.
-Espérame, cariño, mamá debe ir al baño. -hablé, y me di cuenta de que mis labios temblaban ligeramente.
Sin esperar respuesta, huí de la habitación. Subí las escaleras de dos en dos y entré en mi dormitorio.
Miré el armario fijamente.
-A la cuenta de tres. -me dije para mí misma.
Pasaron diez segundos, estaba completamente paralizada.
-Uno, dos, tres. -Conté, sosteniendo las manijas. Bastaba con deslizarlas suavemente, pero no era lo suficientemente valiente como para hacerlo.
-Uno, dos, tres. -Otra vez.
No, no, no. No podía.
-¡Uno, dos, tres! -grité.
Mis brazos se movieron violentamente y las puertas del armario se abrieron de par en par.
Allí estaba; solo, abandonado, inerte, pálido como la nieve. Su pelo castaño estaba sucio, manchado de sangre, y sus ojos celestes habían perdido brillo. Ahí estaba; mi hijo. Muerto. Igual como hacía 10 horas, más moribundo. El metal hizo un agujero que consiguió traspasar la tela, y se distinguía claramente, pero el cuchillo ya no estaba allí.
Escuché por detrás el quejido de la puerta al abrirse, pero no reaccioné. Mi cuello se giró intentando descubrir quién se había convertido en mi nueva compañía.
Mi cuerpo no cedió sin antes mirar el arma que portaba en sus diminutas manos, justo directo hacia mí. La voz surgió de su boca como una amenaza, similar a una pronunciación final, semejante al más ruin y terrorífico sonido de este mundo.
-Mamá. -y me sonrió.
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